Estaba sentada en un pequeño banco, blanco y confortable. Me habían dejado sola mi mamá y mis amigas, para que me tranquilizara porque era un mar de nervios. Sentada frente a una pequeña mesa muy bella, con un espejo ovalado, me vi en el reflejo y sonreí tímidamente, sin lograr calmar las mariposas en mi estomago.
Me vi una vez más en el espejo, sentándome un poco más derecha. Mi traje blanco era bellísimo, modesto y recatado y a la vez seductor. O al menos eso me había dicho Sara, mi amiga de toda la vida. El estilista de mi mamá había hecho un trabajo estupendo con mi cabello, peinándolo de tal manera que el velo descansaba en él y no se movería por nada del mundo. Sonreí y seguía sin poder controlarme y mis manos con guantes, unos delicados guantes, no se podían estar quietas. No aguantaba más y me pare y fui a la ventana, observando el campo que se extendía delante de mí, y en medio de él, rodeado de árboles, la pequeña iglesia donde me casaría en unos pocos minutos. La boda iba a ser en la hacienda de los padres de Daniel, en la antigua iglesia donde se había casado hacia mucho tiempo la bisabuela de Daniel, el chico que se convertiría en mi esposo y al que amaba locamente.
Estando ahí parada, observando, escuché la puerta que se abría y no me voltee, concentrada en ver a la gente que caminaba en dirección a la iglesia. Pero cuando la puerta se cerró y escuche un suave carraspeo, me di vuelta, curiosa. El mundo se me congeló ahí mismo y me agarré de la ventana para no caerme. Era él, apoyado en la puerta y mirándome con su mirada traviesa y su media sonrisa.
- ¿Qué haces aquí? - mi voz fue un leve susurro.
- He venido a despedir a la novia.
- No puedes estar aquí ¿Cómo entraste? No estás invitado.
Por toda respuesta sacó el sobre que yo conocía tan bien y que contenía la invitación a la boda. Lo arrojó con suavidad y cayó delante de mis zapatos blancos y con una breve mirada vi su nombre impreso en el sobre. Andrés Masias. No podía ser. Me había cuidado de no mencionar su nombre a nadie, de hacer como que me había olvidado, de borrarlo de mi vida. Y ahí estaba él, recostado en la puerta.
- Bueno, ya me viste. Puedes despedirte e irte.
- ¿Y perderme la boda? No creo. - Avanzó hacia mí y mis piernas me flaquearon. Su figura alta se dirigía hacia mí y no podía moverme o articular palabra. Sus zapatos negros se detuvieron delante de los míos, y su mirada estaba fija en la mía.
- Así que te casas.
- Sí – atiné a susurrar.
Me tomó por los brazos, con suavidad y acercó su rostro. No pude detenerlo cuando me besó, pero luché por liberarme… después de unos minutos.
- ¿Qué haces? ¡No seas loco!
- ¿No me vas a dar un beso de despedida?
- Ya te lo di, ¡vete ya!
- Pero ¿así nada más?
- ¡Vete!
No dijo nada. Solo se sonrío mientras me volteaba y me atraía hacía si, apoyándome contra su pecho, mientras su boca buscaba mi cuello. Un “no” quiso escapar de mi boca pero se congeló en mi garganta. Nunca pude resistirme a su presencia. Pero no era justo, fue él el que se alejó, fue él el que no dijo adiós, fue él el que no quería comprometerse, y aquí estaba ahora, estrechándome entre sus brazos, besando mi cuello. Maldito sea.
Su mano se posó sobre mi muslo y sus dedos jalaban mi falda hacía arriba. Su boca jugaba con mi cuello. Sus dedos se posaron sobre mi bragas azules y se deslizaron debajo de ellas y me tocó como el sabía hacerlo, en su maldita mezcla de suave y fuerte, de cariñoso y salvaje. Su boca succionaba con fuerza en mi cuello. “No me marques, no me marques, oh dios, ¡no me marques maricón de mierda!” pude apenas susurrar. Sus labios dejaron mi cuello para ir a jugar con mi oreja, mientras sus dedos seguían bailando en mi pubis. No pude más, no pude contenerme más y se me escapó un grito.
Estaba ahí entre sus brazos, jadeando y muriéndome de la vergüenza, por la manera en que este tipo me afectaba, cuando la puerta se abrió.
- ¡Andrés! ¡Me dijiste que solo te ibas a despedir! – Era mi madre que nos miraba con una mezcla de cólera y… no, no podía ser.
- Ya me despedí Angela – le contestó, pero aun no me soltaba y sus dedos seguían tocándome, haciendo que se me escapara otro gemido.
- Es hora que vayas a sentarte a la iglesia – la voz de mi madre expresaba resentimiento.
- Está bien
No me soltó hasta que pude sostenerme en mis dos piernas y entonces me arregló el vestido. Me dio un breve beso en los labios y se dirigió a la puerta. Mi madre lo miró molesta y cuando pasó junta a ella la sujetó del talle y la besó con pasión. Mi madre no se resistió y le regresó el beso. Yo era una estatua de piedra ante la escena. Finalmente la soltó, me dirigió una ultima mirada picara y se fue.
- Mi madre estaba roja de la vergüenza. - Arréglate hija, ya casi es la hora
- Mamá
- Hija, yo…
Le dirigí una sonrisa, una sonrisa sincera. Mi madre la devolvió, con un reflejo de juventud en sus ojos. Mi secreto estaba seguro y el suyo también.
Me vi una vez más en el espejo, sentándome un poco más derecha. Mi traje blanco era bellísimo, modesto y recatado y a la vez seductor. O al menos eso me había dicho Sara, mi amiga de toda la vida. El estilista de mi mamá había hecho un trabajo estupendo con mi cabello, peinándolo de tal manera que el velo descansaba en él y no se movería por nada del mundo. Sonreí y seguía sin poder controlarme y mis manos con guantes, unos delicados guantes, no se podían estar quietas. No aguantaba más y me pare y fui a la ventana, observando el campo que se extendía delante de mí, y en medio de él, rodeado de árboles, la pequeña iglesia donde me casaría en unos pocos minutos. La boda iba a ser en la hacienda de los padres de Daniel, en la antigua iglesia donde se había casado hacia mucho tiempo la bisabuela de Daniel, el chico que se convertiría en mi esposo y al que amaba locamente.
Estando ahí parada, observando, escuché la puerta que se abría y no me voltee, concentrada en ver a la gente que caminaba en dirección a la iglesia. Pero cuando la puerta se cerró y escuche un suave carraspeo, me di vuelta, curiosa. El mundo se me congeló ahí mismo y me agarré de la ventana para no caerme. Era él, apoyado en la puerta y mirándome con su mirada traviesa y su media sonrisa.
- ¿Qué haces aquí? - mi voz fue un leve susurro.
- He venido a despedir a la novia.
- No puedes estar aquí ¿Cómo entraste? No estás invitado.
Por toda respuesta sacó el sobre que yo conocía tan bien y que contenía la invitación a la boda. Lo arrojó con suavidad y cayó delante de mis zapatos blancos y con una breve mirada vi su nombre impreso en el sobre. Andrés Masias. No podía ser. Me había cuidado de no mencionar su nombre a nadie, de hacer como que me había olvidado, de borrarlo de mi vida. Y ahí estaba él, recostado en la puerta.
- Bueno, ya me viste. Puedes despedirte e irte.
- ¿Y perderme la boda? No creo. - Avanzó hacia mí y mis piernas me flaquearon. Su figura alta se dirigía hacia mí y no podía moverme o articular palabra. Sus zapatos negros se detuvieron delante de los míos, y su mirada estaba fija en la mía.
- Así que te casas.
- Sí – atiné a susurrar.
Me tomó por los brazos, con suavidad y acercó su rostro. No pude detenerlo cuando me besó, pero luché por liberarme… después de unos minutos.
- ¿Qué haces? ¡No seas loco!
- ¿No me vas a dar un beso de despedida?
- Ya te lo di, ¡vete ya!
- Pero ¿así nada más?
- ¡Vete!
No dijo nada. Solo se sonrío mientras me volteaba y me atraía hacía si, apoyándome contra su pecho, mientras su boca buscaba mi cuello. Un “no” quiso escapar de mi boca pero se congeló en mi garganta. Nunca pude resistirme a su presencia. Pero no era justo, fue él el que se alejó, fue él el que no dijo adiós, fue él el que no quería comprometerse, y aquí estaba ahora, estrechándome entre sus brazos, besando mi cuello. Maldito sea.
Su mano se posó sobre mi muslo y sus dedos jalaban mi falda hacía arriba. Su boca jugaba con mi cuello. Sus dedos se posaron sobre mi bragas azules y se deslizaron debajo de ellas y me tocó como el sabía hacerlo, en su maldita mezcla de suave y fuerte, de cariñoso y salvaje. Su boca succionaba con fuerza en mi cuello. “No me marques, no me marques, oh dios, ¡no me marques maricón de mierda!” pude apenas susurrar. Sus labios dejaron mi cuello para ir a jugar con mi oreja, mientras sus dedos seguían bailando en mi pubis. No pude más, no pude contenerme más y se me escapó un grito.
Estaba ahí entre sus brazos, jadeando y muriéndome de la vergüenza, por la manera en que este tipo me afectaba, cuando la puerta se abrió.
- ¡Andrés! ¡Me dijiste que solo te ibas a despedir! – Era mi madre que nos miraba con una mezcla de cólera y… no, no podía ser.
- Ya me despedí Angela – le contestó, pero aun no me soltaba y sus dedos seguían tocándome, haciendo que se me escapara otro gemido.
- Es hora que vayas a sentarte a la iglesia – la voz de mi madre expresaba resentimiento.
- Está bien
No me soltó hasta que pude sostenerme en mis dos piernas y entonces me arregló el vestido. Me dio un breve beso en los labios y se dirigió a la puerta. Mi madre lo miró molesta y cuando pasó junta a ella la sujetó del talle y la besó con pasión. Mi madre no se resistió y le regresó el beso. Yo era una estatua de piedra ante la escena. Finalmente la soltó, me dirigió una ultima mirada picara y se fue.
- Mi madre estaba roja de la vergüenza. - Arréglate hija, ya casi es la hora
- Mamá
- Hija, yo…
Le dirigí una sonrisa, una sonrisa sincera. Mi madre la devolvió, con un reflejo de juventud en sus ojos. Mi secreto estaba seguro y el suyo también.